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Carlos Mario Mejía Suárez

 La montaña ahuecada, por Carlos Mario Mejía Suárez

La montaña ahuecada

Primero fue dueño de nada. Fue recogiendo entre los desechos de otros lo que necesitaba cada día. Era una época de enormes haciendas y tierras de nadie. Y una de esas tierras sin dueño era una montaña de pelados desfiladeros. Un día, él encontró allí una piedra olorosa, rasposa y amarilla. En aquel entonces se quedaba estéril la metrópoli, por allá en lo que para él y los suyos era un paraíso apenas concebible. Resultó que su piedra al ser procesada devolvía a la vida suelos cansados. Los ricos de su propio país, temiendo ser ellos quienes tendrían que hacer el trabajo de poner a producir esa montaña baldía, no rechistaron cuando él pidió del gobierno la propiedad de aquella peña árida. Con los brazos de otros que se veían como él, construyó el primer túnel del cual saldrían carretadas de piedra; pero no en carretas, sino a hombro humano.

"Licantropía", por Carlos Mario Mejía

Licantropía

Pp 106 -- 107

Ella se acordaba de su esposo historiador. Se acordaba también de su desfile por las calles coronada como reina del carnaval. Quizás fue esa memoria doble la que vio su amigo Jacques cuando la visitó en la casa de reposo. Él la admiraba. Había leído sus historias encontrándolas definitivamente más iluminadoras que la historia que su esposo indagaba. Ella lo recibió con una sonrisa afable, como acordándose de ese mundo de antaño y de sus días de reinado lejos de París.

"Adán y Acelia", por Carlos Mario Mejía Suárez

Adán y Acelia

De repente él estaba del otro lado del retrato memorial, en carne y hueso aunque no pudiera ser. Acelia no se movió ni dijo nada. Esperaba que se fuera, que se diluyera en el aire como cuando por las noches se despertaba después de soñar con él. Pero pronto se hizo evidente que él no se iba a ninguna parte. Su rostro hizo finalmente un ademán y dijo: “¿No me vas a decir nada? ¿Acostumbras ver muertos?” Acelia dio un brinquito y se acercó al aparecido.

"El niño y el diablo", por Carlos Mario Mejía Suárez

El niño y el diablo

Su alcoba estaba en el centro del pasillo. Salió de ella a paso lento. A su derecha estaba la puerta de la habitación de sus padres y a su izquierda la de sus hermanas. Todo estaba oscuro. Frente a sí, sin embargo, vio una llama amarilla ardiendo fuera de la ventana, en la distancia, en la cima de una estructura metálica. Era como una corona solar y amarilla para la noche plateada. Esa corona hacía un cuadrado de claridad en el piso del corredor.

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